Llevo años en desacuerdo por la fiebre de Netflix y de contenidos nuevos repletos de historias alineadas a los perfiles que marcan lo correcto en el mundo actual.
Sí, está bien, entiendo las cualidades necesarias para hacer que una industria nefasta sea más abierta como es Hollywood, pero estoy en desacuerdo con el hecho de que todas las estrategias de mercado tengan que mantenernos pegados a las pantallas sin un final concreto.
Las historias parecen acabarse y las pocas que quedan las reutilizan en series, secuelas, universos cinematográficos que buscan salvar al cine de Hollywood de su propia ambición.
Por eso, —o por mamón—, me gusta la década de los ochenta. Es bonito reconocer esa experimentación que existía al momento de hacer películas con un tercio del presupuesto. Una historia simple y burda que ofreciera algo, aunque tratara de un cazador de vampiros en medio del desierto de Arizona.
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Sin embargo, yo creo que mi mamonés me ha llevado a estar sediento de experiencias. Nuevos conceptos o cosas que puedan darme alguna novedad interesante en un mundo que parece que ofrece lo mismo en todas partes.
Tampoco crean que soy un esnob que sólo considera que el arte viejo es lo único que vale la pena y que no deberían de leer esta crónica sino refugiarse en Proust.
No, a mi me gusta también la porquería, me gustan los Hot Dogs que venden en los Seven Eleven, las series gringas cursis como Gilmore Girls y la comida de la calle.
Aunque, también tengo desplantes de lujo, especialmente al tratarse de la ganja. Ahí sí, la tengo que comparar con Proust o con los italianos —que detestan todos los cafés que no sean los de su país—. A mí me gusta mi mota de calidad y en las dósis que quiero. Después de muchos ensayos fallidos, encontré el balance atómico de la gomita perfecta, una que atiende a mis necesidades pachecas. Y estas gomitas han sido acompañantes fieles en mi búsqueda por el espectáculo divino. Así que, para que luego no me anden diciendo que me quejo mucho pero no comparto las cosas chidas, aquí les va un espectáculo de alcurnia: Gomitas Mesobis con ganja y la ópera.
La primera vez que probé el combo del entretenimiento fue cuando mi amiga cantante me dijo que la fuera a escuchar. En mi puta vida había sido invitado a la ópera y mucho menos en mi país. Pensé inmediatamente en los chistes que hacía de chiquito cuando imitábamos a cantantes. De ésos momentos que haces la voz grave a propósito y que luego me enteré que es pésimo para las cuerdas vocales.
Yo ya había tenido mis buenas dosis de cannabinoides con música clásica pues alguna vez me pagaron una chamba con una anualidad de conciertos que se volvieron como mi misa de los domingos. De ahí merengues saqué la idea inicial que me llevó a intentarlo con el panorama operístico.
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Hasta me vestí de gala y me fui en taxi para no irme en metro y llegar como un señor de alcurnia. La sorpresa inicial fue que la gran mayoría de la audiencia tenía una media de sesenta años. Yo, por vanidad, no les voy a decir por qué década ando pero sí parecía que experimentaba el arte más refinado en mis joviales golden years.
Como ya tenía la gomita haciendo elevados efectos, al ver a un señor con un paliacate en el cuello caminar a la entrada de Bellas Artes, disparé la imaginación. Me vi en un futuro próximo con el señor compartiendo refinados chistes en su biblioteca, ganándome su confianza y andando con él del brazo mientras envejecía y se acercaba a la inevitable muerte. También, cómo me daría la opción en algunos años de escoger uno de sus paliacates de seda, pues ya sería de confianza y amigo cercano. Por último hasta me conmoví a mí mismo cuando imaginé cómo hacía llorar a todo el público al dar unas agridulces palabras que englobaran el cariño que le teníamos a Don Guillermo en su funeral. Así lo apodé en mi mente y sin darme cuenta dije su nombre ficticio en voz alta.
Don Guillermo juntó sus peludas cejas blancas y sin reconocerme apresuró el paso, no sin antes fijar la mirada en mis zapatos azules de gamusa.
“¡Tss qué pinche don Memo!”, pensé en decirle, “cada quién su gusto, ¿no?” pero tampoco quise excederme, tampoco quería que fuera a creer que yo abogaba por cenar Hot Dogs del Seven Eleven.
Ya adentro me senté y recibí el folleto que decía cómo iba la onda, duraba casi tres horas el chistecito y había un intermedio en medio. El teatro era inmenso y pomposo en sus colores rojos y dorados. Mis zapatos contrarrestaban con la gamusa de las alfombras rojas a mis pies. Así seguro se sentía ir a los Óscares. Derrepente empezó una música dulce que me desenvolvió la imaginación. Era un vals coquetillo sutil y pícaro que me hizo envolverme en mi asiento y enfocar la mirada en unos ojos marrones que andaban por ahí. Después en otros azules, y varios más que no sabía si me veían como si fuera un foráneo en un club privado. Entendí que era una ansiedad natural proveniente de la gomita, comenzando a desatar su euforia. Después, me clavé en otros ojos color miel que permanecían atentos a la música y entonces me imaginé que íbamos su dueño y yo a bailar el vals a casa de Don Guillermo a tomar cognac y escoger pañuelos.
La fantasía me la tumbó el levantón del telón que había permanecido quieto con la musiquita inicia, el telón también desató el climax de la gomita y el efecto del cannabis en mi cuerpo. Me quedé pasmado con los atuendos y la decoración de la sala que bien podría haber competido con Downton Abbey. Me sumergí en una época pomposa y elegante en la que soltaba pequeñas risitas disimuladas y coquetas. La música me envolvía en la historia de una señorita que recibía muchas atenciones y en especial había un bombonazo que se la estaba ligando pero que todo mundo lo tiraba de fuckboy, hasta que se aventó un brindis de ensueño. El brindis entendí, era el primer hit de la Traviata de Verdi. El efecto entonces me llevó a una época delirante y melodramática que consistía en muchas sensaciones simultánes como si le diera una mordida a un arcoíris. En mi cabeza ideaba una Opera yo sobre mi vida en la que yo era protagonista. Me ví en esos trajes, en esos cantos y en ese amor romántico profundamente tóxico.
No les voy a hacer una reseña porque creo que deberían de hacerlo ustedes en su próxima sesión de gomitas. Es más, deberían de hacerlo bien elegantes aunque la vean en la sala de su casa y ponerla en la pantalla grande (en la tele, pues).
Pero sí sentí el furor de una tragedia musicalizada que me mantuvo en un sueño despierto entre la música y el dramón de telenovela que se traían. Parecía que las gomitas le habían subido dos rayitas a mis sentidos y agradecía recibir el trombonazo en vivo y no verlo todo desde una pantalla, por más efectos especiales o audífonos perrones.
Al final, caminé ya con las gomitas descendiendo y traía un hambre tan fuerte que parecían dos. Me acerqué a un puesto a contraluz que todavía no cerraba y decidí acercarme para encontrarme nada más y nada menos que a Don Guillermo, echándose una hamburguesa golosísima. Una tapa-arterias que le haría acercarse más aún a la tumba, pobre Don Guillermo, tan irresponsable. Cuando me acerqué a hacer mi pedido escuché su voz envuelta en un piropo hacia mi calzado de gamuza azul. Levanté los ojos y le guiñé un ojo afirmando un compadrazgo dandy. Era el comienzo de una amistad. Sonreí entonces, discretamente por mi último chiste dulce. Aquel que levantaría el ánimo de la audiencia durante el funeral de Don Guillermo y el día que nos conocimos.
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